1 may 2011

Tacones Rojos

Sentada en la estación, no tenía ganas de hablar. Estaba anocheciendo y parecía no tener deseos de irse. Así estuvo durante varias semanas. Callada. Sumergida en su interior, con la vista perdida, esperando el renacer en su corazón. Aquella banca era su refugio. Allí pasaba horas y horas mirando a la nada. Una que otra vez, le hacían compañía. Pero ella no respondía. Estaba allí esperando. Vestido y velo negro. Medias caladas y tacones rojos. Como si regresara de un funeral. En un eterno luto, sentada en la estación, donde lo despidió. Con el tiempo, pasó a ser parte del paisaje. Palomas y gorriones le hacían compañía. Los vecinos ya la traban de loca, y la ignoraban. Pero ella se mantenía allí, inquebrantable, aferrada a un pequeño pañuelo que presionaba contra su pecho. Sus labios habían perdido su color. Sus mejillas ya no sonrojaban y su cabellera no brillaba. Habían pasado ya varios meses. 
Un día, escuchó su nombre. No lo creyó. Al segundo llamado, lo confirmó. Se levantó, dio media vuelta y lo vio. Sí, era él. Aquel amor que despidió hace ya un año por las guerras del norte. Los colores volvieron a ella. Su brillo, su ternura, todo. Corrió a toda velocidad y abrazó a su amado. Un beso retenido por el tiempo selló el feliz encuentro. Él la tomó de la mano y emprendieron el largo viaje de regreso. En la banca de la estación, mientras tanto, aún yacían los tacones rojos, en los pies de una moribunda mujer que, ahora, sonreía. 


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