2 may 2011

Blues

Paseo Ahumada. 12.30 de la tarde. La masa se mueve sin dirección. El calor no agobia la carrera. El gentío no pierde su tiempo. No descansa. Eterna peregrinación de una humanidad sin rostro, gris, cabizbaja, programada para caminar y llegar a destino. Hombres cegados por sus individualidades, aislados en la multitud. Sin ver, ni escuchar, ni sentir. Nada. Sin embargo, en medio de ellos alguien ríe. Si, ríe. Un viejo que goza con este gran  espectáculo. Le gusta estar con la gente. Baila, salta, juguetea, pero nadie lo ve. Con dificultad avanza hasta una esquina. Lo acompaña su perro, fiel compañero, su verdadero hermano. Y su bastón, regalo de Iris, su antigua enfermera y eterna enamorada.
Aún sonriendo por la escena que presencia, saca de su bolsillo esa vieja armónica que alguna vez le regalara su padre en la antigua finca. Testimonio de esa gran promesa. El juramento de ver en medio de la oscuridad, con cada uno de sus acordes. De crear mundos e iluminar su alrededor. Así, llegó la música. Cada una de las notas, de las armonías que salían de aquel instrumento coloreaban el paisaje de las masas. Un blues acelerado y pegajoso que convocaba a la masa a dejarse llevar por el sonido del alma, mirándose por primera vez a los ojos. Si hasta las palomas salían de su letargo y acompañaban al viejo, mientras animaba con más energía su melodía. El Paseo se llenó de colores. La masa se volvió humanidad, abrió sus ojos y se entregó al baile. Un jolgorio de antología, digno de las mejores postales parranderas. En medio de la algarabía, el viejo dejó de tocar, pero la música quedó en el aire, en el corazón de cada sujeto. Acompañado de su fiel lazarillo, el viejo se arregló sus anteojos negros y se marcho sonriendo, tarareando su canción y siguiendo el ritmo con su bastón. La misión estaba cumplida, los había hecho ver.

No hay comentarios: