1973, agosto. En la pista de baile eras la mejor. Tus
movimientos seducían a cualquiera. Tu cabello que, como un pañuelo al viento, danzaba por si solo en cada uno de tus giros.
Tus ojos siempre cerrados, disfrutando cada uno de los acordes que sacudían tu
alma. Ese sonido que te hacía morderte los labios, que despertaba tus deseos
más profundos, en esa cálida noche de discoteca. Esas pequeñas gotas de sudor
que recorrían tu piel, que helaba al
tacto y que propagaba ese perfume que embriagaba sólo son una pequeña porción
de su fragancia. Nada te molestaba, eras tú, la danza y esa música que penetraba
cada uno de tus músculos, seres vivos autónomos que vibraban al son de bajos,
guitarras y sintetizadores. Sí, nada te importaba. Todos los sábados estabas
ahí. Tu blusa floreada, minifalda y esas botas de largos tacones que suavemente recorrían las pista, tal como
la aguja sobre el disco en la tornamesa. ¿Qué será de ti dulce bailarina de mis sueños?
Septiembre, 1973. Todo ha cambiado. Las luces, la música, la risa, la danza,
tus ojos, tu cuerpo, tu cabello, tu aroma, todo se apagó. ¿Dónde estarás disfrutando del único amor que
has tenido? Que ganas de ser ese sonido, de ser la corchea que penetra tu alma
y corazón. Camino por la Avenida Central. ¡Sorpresa! Veo tu rostro, tu fotografía
en el matutino. Todo es silencio. Tu aroma, dulzura y pasión se perdieron en el impregnante hedor
del odio y la pólvora.
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